Si digo que Le llamaban Trinidad es una película que me encanta, muchos pensaréis que os estoy tomando el pelo. Pero no.
Durante toda mi infancia y mi primera adolescencia, tuve la suerte de que mi padre me llevaba a todas las películas («autorizadas», claro) que ponían en los cines de mi ciudad. Eran tiempos en los que, junto con el cine de estreno, había muchos salas que ofrecían sesiones dobles que, de una u otra manera, reponían sin parar.
No recuerdo cuándo la vi por primera vez, mas para un niño serio y algo triste como yo era una delicia disfrutar de una película del oeste, con mamporros a mansalva, con un dúo de protagonistas antagónicos en el que era inevitable ponerse de parte de Trinidad, un personaje que, pese a lo que tenía de vago y guarro, no dejaba de destilar elegancia y socarronería tras esos ojos claros y brillantes. Salvando las distancias, era algo así como ver a Astérix y Obélix traspasados a los estertores del spaghetti-western. Una parodia de las pelis que habían acabado por llevar al ocaso del género hasta que volvió a resucitar con motivos crepusculares. La película contó con una secuela con los mismos actores, llamada Le seguían llamando Trinidad, que motivó una divertida confusión que condujo a que mi padre y yo viésemos en el cine la primera de ellas no sé cuántas veces.
Tocaba el día de ir al cine y mi padre me pedía que mirase la cartelera en el periódico. De vez en cuando, se producía la feliz casualidad de que volvían a reponerla. Y yo le decía que podíamos ir a «una de los hermanos Trinidad». Y mi padre se hacía el tonto y decía que si esa no la habíamos visto. Y yo me hacía el tonto dos veces y le decía que no, que era otra de la misma saga. Y mi padre esbozaba la sonrisa entreverada y me decía que vale, que íbamos a esa.
Entrábamos en el cine y empezaba la película. Y veíamos ese inicio mítico, con el caballo tirando de una hamaca en la que vaguea el deslavazado protagonista. Mi padre se acercaba y me susurraba un «Me has engañado, es la misma» y yo, mirando la pantalla, le decía que igual es que empezaba de la misma manera que las otras. Pero llegaba a la tasquilla donde le daban de comer, le arrebataba la sartén al dueño, se aprovisionaba de legumbres para parar un tren en un ambiente tenso que se remataba con un sonoro regüeldo y ya no cabía duda. Yo me moría de risa, tanto por la escena como por la situación, en la que veía de reojo a mi padre sonreír abiertamente consciente de que, una vez más, volvía a ser feliz viendo una parodia de películas del oeste.
Y Le llamaban Trinidad se convirtió, por repetición y reiteración, en una película que fueron muchas, todas distintas y todas la misma. Películas que, de puro ligeras, han calado en mí de manera muy profunda. Mi padre ya no está, pero yo he visto alguna vez con mi hijo la película en la tele. Y sigo viendo llegar a Terence Hill desde ninguna parte, con el caballo ejerciendo de GPS y arrastrando la tumbona en la que él esta tranquilamente dormido, lleno de mugre. Y, gracias a él, sigo evocando esos ojos azules profundos y esa sonrisa a medias con las que fuimos tan felices gracias a las ficciones.