Son casualidades, sin duda. Las tres novelas que he leído últimamente. Una serie de ficción televisiva. Nada de elecciones conscientes, ni de afinidades entre ellas. Ni un hilo conductor común. Todas ellas giraban sobre la autobiografía y su manera de utilizarla y de rebasarla, de jugar al juego sin que se note, sin que moleste. Y, a la vez, sin esconder nada ni avergonzarse de lo que no es censurable en ningún momento.
Puestos a contar una historia, qué mejor que contar la tuya. La vida de uno no es interesante, qué duda cabe, pero sí lo es el acontecer de cada uno, esa deriva de los seres humanos con lo que tiene de común y lo que posee de extraordinario. Lo identificable en todos y lo que descubres porque alguien lo cuenta. Y percibes que es tuyo o te lo apropias.
Si el género biográfico siempre me ha parecido un imposible, el género autobiográfico bien entendido me parece lo deseable. Sin que sea necesariamente literal. Sin que tenga la obligación de alegoría. Un punto medio entre contar lo cierto e inventar lo probable, todo experimentado en carne propia, con el corazón o con la imaginación.
Aunque todos somos, en cierta medida, un personaje respecto a los demás, la autobiografía, la autoficción, tendría que ser el instrumento para deshacernos de los atavíos y mostrar un gran teatro del mundo, sí, pero con desnudos sugerentes. Ese gran teatro del mundo, sí, pero en el que los cómicos de Hamlet cuenten una historia en la que todos nos veamos representados. Le damos la vuelta así al dobladillo del personaje y, a la inversa, lo convertimos en la carne y el hueso.
Escribir autobiografía no significa escribir autobiografía de forma explícita. Nada peor que escribir autobiografía diciendo lo que hacer y lo que pretendes. Tampoco significa escribir autobiografía mintiendo y achacando las historias al vecino, a un amigo, al maestro armero. Significa escribir con lo que te sale y expresar con lo que conoces. Inventar lo justo para que sea cierto. Acertar incluso cuando das rodeos para evitar contar lo que ya se sabe. O lo que no.
Me gusta escribir de lo que conozco, aunque lo ignore todo. La ficción se convierte, entonces, en la aventura de cómo reconocernos.
Imagen de Shawn Harquail.