La historia de hoy sería muy larga, pero la resumiré lo más posible para quedarme con lo esencial.
Pongámonos en el contexto inmediatamente anterior a lo que voy a contar: Acto primero. Es el segundo año en el que imparto la asignatura de «Análisis del lenguaje publicitario» en la universidad. Hay más de cien personas en una clase (las aulas inmensas que había por aquel entonces en la Facultad de Derecho) para hacer un examen. Llevamos casi quince minutos desde que ha empezado la prueba de la convocatoria de junio. Sin llamar siquiera a la puerta ni pedir permiso para entrar, dos personas irrumpen en la clase y emprenden el ascenso para sentarse. Yo les digo que no pueden entrar al aula. Uno de ellos dice: «Pero, venga tío, joder, no te pases, enróllate». Y yo, además de reconvenirle por expresarse de ese modo, le hago saber que hay alumnos que han entregado el examen y ya han salido del aula, por lo que es del todo imposible que ellos entren. Uno de ellos se marcha, comprensivo, y el otro suelta una argumentación digna de la mejor filosofía griega en la época de Pericles a voz en grito mientras sale: «¡Mecagüendiós, mecagüendiós!». Una intervención impecable
Acto segundo. Después de la convocatoria de septiembre, toca uno de los días de revisión de examen. Llega el chico de los modales perfectos, de la labia del mejor Demóstenes. Había venido a ver el examen (que estaba suspenso). Yo le digo: «Tienes 87 faltas de ortografía». Él me dice: «Sí, bueno, pero quiero ver qué fallos tiene el examen». Yo le digo: «Pues eso, que tienes 87 faltas de ortografía». Y él vuelve a la carga: «Si, ya me lo has dicho, pero yo venía a ver qué me ha salido mal en el examen». Y yo le digo: «Pues eso, que tienes 87 faltas de ortografía». A lo que él me espeta: «Ya te oído. ¿Pero me puedes decir de una vez por qué coño he suspendido el examen». A lo que yo le digo, con paciencia y sin modificar el tono de mi voz: «Tienes 87 faltas de ortografía». Él se levanta, y diciendo algo así como «Joder, el pavo, me tiene manía», sale del despacho dando un portazo.
No es la primera vez que hablaré de las faltas de ortografía en los exámenes. Creo que tengo otras tres historias, al menos, dignas de ser contadas sobre el particular. Pero no me negaréis, en cualquier caso, que esta es significativa. Por cierto: el examen, al margen de las 87 faltas de ortografía, estaba plagado de fallos e inexactitudes.
La historia tuvo un tercer acto, pero no lo pienso contar.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Cuito Cuanavale.