Recuerdo la primera vez que entré en la clase de segundo de BUP que mis compañeros calificaban de maldita. «Son unos cabrones», decía uno de mis compañeros. «Te hacen la vida imposible, no hay quien los soporte», decía otra profesora. «Van a mala leche. Joder, qué pesados», decía el de más allá.
A mí lo que me ocurrió cuando entré en esa clase por primera vez es que me invadió la luz que entraba por sus ventanas. No sé explicarlo muy bien, pero otras clases, además de ser algo más oscuras, tenían una luz más amarillenta y mortecina, pese a todas las luces fluorescentes del techo de sus universos. Esta no, era una luz que irradiaba luz y nada más. Nada la filtraba, nada la absorbía. Nunca había dado clase en esa aula hasta entonces.
Ahora cada cual pensará: «Ya está aquí está el enrollado. Sus compañeros dicen que esta clase está llena de ángulos y dificultades y él está contento». Sí y no. Es que, de verdad, cuando entré, tuve unos segundos en los que no fijé en los alumnos, lo reconozco. Entré por la puerta, fui avanzando hacia la mesa del profesor, dejé los bártulos encima, me di la vuelta y sentí esa luz tan especial. Tan espacial. Luego los vi, claro. Aunque tengo dificultades para mirarlos en su conjunto ahora. De hecho, solo recuerdo cuatro caras. Muy reconocibles, eso sí.
En las semanas que llevo escribiendo estas historias de alumnos la casualidad ha hecho que me haya encontrado dos veces a Mauricio. Para mis compañeros desesperados, Mauricio era el estandarte de todas las rebeliones. Al que tildaban de gamberro y diletante por naturaleza, no era más que un adolescente con un fondo generoso. Le gustaba dejarse ver y hacerse oír, eso sí. La última vez coincidimos en los vestuarios de una piscina municipal. Charlamos un ratito. Tiene un hablar profundo y pausado, es una persona encantadora.
Luego estaba Garcés. A ese sí que algunos profesores le tenían miedo de verdad. Era delgadito y, si hiciésemos caso de esas clasificaciones aquellas de los biotipos, correspondía claramente al ectomorfo. «Es un insolente» decía una». «Ya puedes tener cuidado con él», decía otro. «Y mira que es listo. Todo lo que tiene de listo lo tiene de cabrón», decía aquel. Lo cierto es que Garcés necesita de una entrada exclusiva. Era un chico guapete, que tardó unas semanas en cambiar la forma de mirar, de mirarme. Empezaba mirando de través, algo que siempre he considerado inquietante y peligroso, pero hablé con él varias veces en privado y tengo que contar parte de la última conversación que mantuvimos. Lo dejo para otro día.
Y, a mi derecha, se encontraba Elisa. Suelo destacar en los alumnos la sonrisa, pero no era lo primero que llamaba la atención en ella. De hecho, Elisa tenía una sonrisa franca y ponderada. No necesitaba elevar mucho la comisura de los labios para esbozar lo que sentía. Pero no era la sonrisa lo que sobresalía. Lo que destacaba en Elisa eran sus ojos. Eran unos ojos preciosos, profundos. Era una mirada que transmitía tranquilidad y serenidad. Solo muy al fondo se adivinaba un esbozo de las inquietudes que jugaban en su cabeza.
Sin embargo, esta descripción de Elisa no pude completarla hasta semanas más tarde, cuando le tocó hacer el papel de Celestina durante la lectura de varios fragmentos de la obra. Lo primero que me llamó la atención fue una voz preciosa, llena de modulaciones y matices. Después, llegó la interpretación. Cuando las lecturas en voz alta en clase de Literatura solían ser más bien timoratas (me costaba dios y ayuda que se desatasen), Elisa se marcó una interpretación magistral. No era impostura ni afectación ni chulería. La lectura perfecta le salía directamente de las entrañas. Yo no recuerdo lo que dije, pero sí lo que sentí: la admiración manifiesta de alguien que tiene un futuro seguro como actriz.
Obviamente, salió el tema de su vocación. No recuerdo si fue ese día u otro o el siguiente. Ella me dijo que quería ingresar en la escuela de teatro, pero que sus padres preferían que se centrase en los estudios. Elisa era una estudiante magnífica y estoy totalmente seguro de que hubiese podido compaginar a las mil maravillas todo lo que se le pusiera por delante. No sé cómo lo vio ella y cómo lo contempla ahora desde la distancia, pero creo que se sintió mutilada en uno de sus mayores talentos.
En los años siguientes, no tuve contacto directo con Elisa. No recuerdo si inicialmente iba a estudiar Enfermería, pero creo que se marchó a estudiar a Madrid algo relacionado con las Ciencias de la Salud. Biología, creo.
Bastantes años más tarde, viendo en la tele un programa dedicado a españoles que viven en Copenhague, veo que dedican unos minutos a una cafetería-librería preciosa dedicada a la literatura hispánica. Y veo a Elisa, es la encargada (o la propietaria, no recuerdo) del local. Tiene el pelo más corto, sigue con esa sonrisa apenas esbozada y enigmática. Y esos ojos que traspasan la pantalla. Anduve trasteando por internet para encontrar el contacto de correo electrónico de la librería. Todavía conservo el correo que le mandé y su respuesta. Una beca Erasmus la llevó hacia el norte y todas sus inquietudes por las letras tuvieron allí su desarrollo. Allí se quedó y allí vive. Veo que la librería, el contacto y la difusión por la literatura y la cultura en español le devuelven esa pasión por la palabra. Y contemplo con mucha alegría esos giros perfectos que, a veces la biología devuelve en forma de rizomas. Porque Elisa era mirada y letra y palabra.
Veo ahora una foto de la librería en Copenhague y contemplo la misma luz, aquella con la que me olvidé de todo la primera vez que entré en esa clase.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. La imagen está sacada de aquí.