Sí, amigos, lo voy a hacer. Me han dicho que no me atreva, que de esta no salgo vivo, que me van a romper las piernas cuando me pillen en un callejón oscuro. Pero –ya lo sabéis– no me dejo amilanar por media docena de sicarios apostados en el portal.
Sí, amigos, voy a hablar de profesores. O, mejor dicho, de los profesores. Y, para ser más concretos, en esta ocasión voy a hablar de los profesores de secundaria. Desde luego, voy a empezar por un acto de justicia: hay muchos profesores sobresalientes, geniales, que tienen las mejores cualidades humanas y profesionales para ejercer su magisterio, que han influido decisivamente y para bien en sus alumnos, a los que han encauzado, guiado y aconsejado con sus clases y con su ejemplo. Yo he tenido la suerte de ser alumno de alguno de ellos. Luego –no nos engañemos– está una masa repleta de medianía que ni fu ni fa, ni adelante ni atrás. Que cumple a medias, que se lleva el sueldo a casa a base de aguantar al tiempo y a las circunstancias.
Y luego están ellos. Profesores que no se sabe de dónde han venido ni dónde van. Profesores que realizan su trabajo de modo obtuso, casi escaleno. Por cercanía –no se olvide que yo fui profesor de secundaria durante años–, sé de profesores que jamás hubieran aprobado su asignatura tal y como la imparten si ellos fueran sus propios alumnos con treinta años menos. Sé de profesores instalados en la filosofía del aquí no aprueba ni dios, porque tengo un criterio muy estricto, y que luego de haber hecho de las suyas tienen que abrir la mano en septiembre con un 2,5. Sobre todo, sé de profesores que no llegaron a enterarse nunca de qué criterios de evaluación había que seguir. Ponían notas sin enterarse de legislaciones y normativas.
Todavía recuerdo con repulsión a una profesora en concreto: un alumno de 1.º de BACH, que necesitaba una nota altísima para conseguir su sueño –estudiar Medicina– sacaba siempre nueves y dieces en todas las asignaturas… menos en una. Las calificaciones altas no eran un acto fortuito, propio de la sumisión o de la casualidad, sino producto de una inteligencia sobresaliente. Pero esta profesora insistía en poner cincos raspados, notas que no procedían más que de su mediocridad y su deseo de… dar la nota.
Profesores que suspenden con un 4,9. Y no porque suspender con un 4,9 sea, en sí mismo un acto de injusticia, sino porque –todos lo sabemos– baremar un 4,9 en una prueba (casi) única es algo casi imposible. ¿Por qué en esta pregunta una décima más o una décima menos? ¿Por qué y con que criterio en una pregunta de desarrollo tirar un poquito más abajo, y hasta dónde? Profesores que cuentan «la actitud» como elemento valorativo siempre que sirva para bajar la calificación a los que se les quiere hacer agachar la cabeza o para subírsela a los sumisos y aquiescentes. Profesores dispuestos a ponerse por encima de los alumnos sin sostenerse en su excelencia, sino en su arbitrariedad. Profesores que jamás se cuestionan que, ante un elevadísimo número de suspensos, ellos son arte y parte también de esas calificaciones. Profesores que, con su ejemplo, no ejemplican más que su negligencia.
Profesores que confunden la inteligencia con la experiencia y que no son conscientes de que los alumnos, a ciertas edades, están en pleno período de formación y de maduración. Profesores que no calculan el tiempo, la extensión y la dimensión de sus asignaturas. Profesores que piensan que su asignatura es la fundamental y que descontextualizan, sin más ni más, el acto de formarse, de aprender y, sobre todo, de educar. Profesores que confunden sus frustraciones con su vocación.
Sí, amigos, la enseñanza tiene estas cosas. No nos engañemos. ¿Qué puede hacer alguien (un alumno, una familia, un compañero) si no está conforme? Lo único que puede hacer, si es inteligente, es callarse por los siglos de los siglos. Si alguien levanta la cabeza, si alguien reclama, si alguien decide, en un momento de locura, protestar por un acto injusto, está muerto. Porque, por encima de la mediocridad, está una palabra totalmente alejada de la solidaridad: corporativismo. Porque, en la educación, un profesor no puede nunca equivocarse. Jamás. Porque, en la educación, todo se construye sobre cuatro columnas de verdades ancladas en el fango.
Sí, amigos, es una realidad que existe. Pero que no se entere nadie. Susurremos las verdades y que el mundo fluya, tranquilo, en los mares de la medianía. No vaya a ser que despertemos las (malas) conciencias.
(Imagen de Thomas Hawk)