Historias de alumnos: el chico que pidió una tortilla a su abuela, fue al río y ya no volvió

No me gustaría hacer de estas entradas una loa complaciente para todos aquellos que fueron o son sus protagonistas legítimos, autocomplaciente para mí. La enseñanza, con todo lo que supone convivir con personas jóvenes o adolescentes, tiene cientos de vertientes maravillosas, pero no es tampoco perfecta. Muchas veces falla por los profesores, por los alumnos, por las familias, por un sistema anquilosado. Me atrevería a decir que también, quizás, por el azar o por la casualidad. En definitiva, en el oficio de enseñar y formar a personas hay muchísimas cosas cosas que se nos escapan, a veces muchas más de las que tenemos controladas, asentadas.

Por esa razón, me ha venido a la cabeza hoy la historia de un chico del que ni siquiera recuerdo el nombre. Por mis aulas, en casi treinta años, han pasado miles de alumnos y es imposible guardar memoria de todos y cada uno de ellos, con sus nombres, caras y apellidos. Pero, aunque reconozco y veo ahora la cara de este chico, no soy capaz de saber cómo se llamaba. Y, por lo que adivinaréis muy pronto, hablar en esta historia de un chico sin nombre será especialmente significativo.

Le di clase de Educación Física un año y ni siquiera me acuerdo de si era buen o mal alumno. Le di clase de Filosofía en 3.º de BUP (el actual 1.º de bachillerato) y no recuerdo ninguna cosa relevante de él. Ninguna intervención en clase. Ninguna pregunta realizada o respondida. Ningún comportamiento fuera de lo normal. Ni siquiera recuerdo un comportamiento normal. Solo me viene a la memoria que se sentaba en clase y pasaba desapercibido y transparente hasta que llegaba la siguiente. Sí recuerdo sus notas, pero no sus exámenes. Sacaba siempre un notable alto, notas cercanas al ocho, lo que evidenciaba que tenía una capacidad para razonar y expresar muy bien lo que pensaba (de eso se trataba, a fin de cuentas, en Filosofía). Pero no recuerdo ninguna cosa que dejase escrita y a la que yo hubiese dado una relevancia especial. En suma, lo hubiese tenido por buen alumno si hubiese pensado más en él.

Ahí acabó mi historia con ese chico del que no recuerdo el nombre. Pasó luego por COU, pero yo no le di clase. Y fue luego a la Escuela Politécnica para hacer una de las que se denominaban entonces ingenierías técnicas, que se hacían en tres años. Creo que fue Ingeniaría Técnica Industrial, pero no estoy seguro, de eso me enteré más tarde.

Al parecer, el chico del que no recuerdo el nombre, estando en tercero, suspendió una asignatura por primera vez en su vida. Es preciso señalar que estas carreras eran bastante difíciles y no era frecuente que los alumnos las aprobasen a la primera y de un tirón. Se presentó en septiembre y la volvió a suspender. No estaba preparado para el fracaso y entró en un bucle de melancolía. Sus padres lograron con gran alivio que aceptase ir al pueblo durante el fin de semana para intentar olvidarse de todo. Un día, cuando la tarde empezaba a avanzar de forma inexorable, le dijo a su abuela que le hiciese una tortilla de patatas para cenar. Salió de casa. Fue a la orilla del río y, al parecer, se ató una piedra al cuerpo con una cuerda que había cogido en casa. Se tiró al río. Y desapareció de las vidas de todos, de su vida misma.

Puede pensarse que esta historia me toca solamente de modo marginal, pero, cuando nos enteramos en el instituto de la noticia en las primeras reuniones del curso, me afectó profundamente. Me pregunté cuántas vidas pasarían por la mía de puntillas siendo profesor. Cuántos pequeños (o grandes) detalles ignoro e ignoraré. Cuántas congojas, problemas o frustraciones pueden pasar por la vida de esos chicos sin que les demos importancia, sin que les prestemos atención. Cuántas personas han pasado por mi lado sin ser muy consciente de que hay algo mucho más profundo, mucho más hondo, que los circunda y, en ocasiones, les agobia, les ata hasta que se hunden. Puede que todo lo que le pasaba al chico fuese, simplemente inescrutable. Ni siquiera sabemos los detalles y los matices de lo que es, para mí, una vida ignorada. Pero el hecho de no haber sabido nada de él, de no haberle reconocido, el hecho de que ni siquiera recuerde su nombre es muy significativo.

Al encontrarme con algún exalumno de aquellos años por la calle, cuando me preguntan si me acuerdo de él, me pongo muy contento cuando veo esa cara, por la que han transcurrido los años y las experiencias, y me viene a la mente un nombre, un apellido, alguna evidencia de que, un día, estuvo conmigo.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Hefin Owen.


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