Cristina pertenecía a una clase de la que he hablado ya alguna vez en esta serie. Les di clase de Literatura (recuerdo que, antes, la Lengua y de Literatura eran asignaturas distintas) en 3.º de BUP y COU (en el sistema actual, 1.º y 2.º de BACH).
Como clase, funcionaban de una manera fantástica. Apuntaban maneras algunos de ellos en 2.º de BUP (Cristina no estaba aún en mi clase ese primer año), cuando la Literatura era una asignatura común, y despuntaron de forma sobresaliente cuando, en 3.º y en COU, eran asignaturas específicas para la rama de letras. Hablo muchas veces, como sabéis, de la sonrisa como uno de los elementos más característicos de mis recuerdos de las personas. En el caso de Cristina, lo que recuerdo primero es el brillo de sus ojos. Era un brillo colorido en unos ojos preciosos (como soy daltónico, no sé si verdes o color avellana) que procedía de la pasión. Porque la pasión de Cristina era la Literatura.
Ya desde las primeras clases, me asusté de la confianza que ponía Cristina en todo lo que yo decía. Si aconsejaba un libro, se lo leía de un tirón. Si adoraba a un autor o una obra, ella lo colocaba en su balda de propósitos para un estudio calmado y detenido. Si defenestraba a un autor, ella se extrañaba en un principio de esa descalificación para luego entender que, en el mundo de los libros y de la literatura, había que tomar partido, inevitablemente.
El nivel que tenía Cristina para comentar las obras que leíamos sería digno de toda una serie de historias sobre la lectura y las interpretaciones. Se apartaba de lo trivial para centrarse de forma atinada en la esencia. A su edad, ya era capaz de alejarse de las interpretaciones facilonas y ad hoc para dar un paso más, maduro, original y creativo. Tenía la competencia de algunos de sus compañeros, también excelentes, pero Cristina era distinta en su manera de vivir con los textos, de asumirlos, deglutirlos y asimilarlos. En ella, la Literatura era un poso para todo lo demás, el principio y el fin de todas las cosas, el lugar en el que confluían los elementos para entender el mundo.
Se sentaba en la primera fila, justo a mi derecha y no perdía ocasión para detectar un gesto, una afirmación arriesgada por mi parte. Ella se lanzaba en tromba en busca de una verdad que tenía en los libros su esencia y que se vería recompensada mil y una veces.
Yo no fui nunca el tutor de la clase de Cristina, pero hablaba mucho con esa clase de infinidad de cuestiones relacionadas con su presente y su futuro (a veces —también— de su pasado). Llegó el día en el que les pregunté qué les gustaría estudiar y Cristina dijo que Periodismo. Me extrañó en un principio, porque tenía manera de filóloga, pero yo no quería tampoco frustrar una vocación enfocada al mundo de la comunicación y que tenía en la escritura uno de sus puntos fuertes. Por razones que no vienen al caso, volví a plantear la pregunta y, cuando Cristina volvió a decir «Periodismo», ya no me pude reprimir: «¿Y nunca has pensado en Filología Hispánica?». Su contestación me dejó pasmado: «Es la carrera que más me gustaría estudiar, pero no me veo capaz». Cristina tenía en un concepto tan alto aquello que adoraba —y que dominaba— que no se consideraba apta para lo que tendría que ser su destino natural. Creo que no mantuve nunca una conversación privada con Cristina sobre este asunto. Me limitaba a volver a sacar la conversación en clase una y otra vez (si puedo sobresalir en algo sobre los demás, es la de tener una capacidad para ser pesado fuera de todos los límites posibles). Con las valoraciones y el trabajo que Cristina hacía en clase cada día su confianza se fortaleció y sus miedos empezaron a resquebrajarse. A la persistente pregunta ella seguía contestando «Periodismo», pero lo hacía con esa sonrisa aviesa y malvada de quien tenía ya decidido lo contrario. Era, creo, nuestra broma privada, que era, a fin de cuenta, la más pública de las manifestaciones y declaraciones.
Cristina estudió, afortunadamente, Filología Hispánica y es una filóloga excelente. He tenido ocasión de comprobarlo en carnes muy cercanas a las mías. Cuando mi hijo empezó el bachillerato en el instituto, mi sorpresa fue mayúscula cuando me dijo que su tutora (y profesora de Lengua y Literatura) me conocía. Pero esa sorpresa inicial resistió solo dos nombres (el de otra alumna mía que llevaba ya un par de años en el instituto y de la que hablaré un día cuando en la serie trataré sobre el pensamiento de los pulpos) y el de Cristina. No sabía que ella daba clase en el instituto, pero las pistas que me dio mi hijo eran infalibles. Una persona así solo podía ser Cristina.
Cristina era una profesora maravillosa, una espléndida tutora. Sabía llevar una clase con criterio y con inteligencia, con toda la mano dura que supone saber guiar con una mano blanda, con toda la sorna y retranca que solamente utilizan aquellos que tienen ese algo más que se necesita para ser profesor de vocación infinita. Me acuerdo de mi hijo diciendo: «Es que esta profesora sí que sabe…».
Cristina vive cerca de mi casa y suelo encontrarme con ella con cierta frecuencia. Ha logrado a convencer a Julián, su marido para poner a sus dos hijos nombres de escritores que ella adora. Y nada me hace más feliz que sea ella una de las personas dedicadas a enseñar la Literatura por contagio. De eso se trata. Seguro que, cuando ella entra en clase, sigue teniendo ese extraño brillo en los ojos. Seguro que, en algún momento, preguntará más de tres veces a alguno de sus alumnos qué quiere estudiar. Y encontrará a alumnos que le agradezcan eternamente el no haber estudiado otra cosa que no sea Filología. Aunque ellos no sepan esta historia.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de Svenwerk.