Historias de alumnos: la falta de ortografía perfecta

No ha sido la primera vez que hablamos aquí de faltas de ortografía y, probablemente, no será esta la última ocasión en que nos tengamos que referir a esas borrascas de la enseñanza que a veces desencadenan huracanes.

Sin embargo, antes de que las nubes empiecen a ennegrecerse, empezaremos por el pronóstico del tiempo académico. En esto del oficio del enseñar, ni hay fórmulas mágicas ni todos contemplan la realidad del mismo modo. Digamos que, entre todos los alumnos que han pasado por mis aulas, puede mostrarse un contraste muy fuerte entre aquellos que acabaron encantados y otros a los que les atacaba el sistema nervioso. Había pocos indiferentes a los que les diese igual ocho que ochenta. Un servidor, estando, naturalmente, contento con los primeros, entendía también a los segundos. Soy una persona peculiar que, como todas las personas peculiares, tienen aristas que pinchan y, en ocasiones, pueden resultar molestas e incordiantes para algunos. Por lo tanto, en mis clases siempre había una diferencia térmica de más/menos 20 grados.

Y, en la sensación más térmica cercana al bajo cero, estaba Tomasa. Tuvo la mala suerte de toparse conmigo durante cuatro años (de 2.º de BUP a COU, repitiendo el de en medio). Tomasa era una estudiante que estudiaba poco. En sí misma, era un oxímoron. Es cierto que no tenía muchas habilidades para desenvolverse académicamente, y eso hacía que algunos de mis compañeros sintiesen compasión por ella. Pero a mí no me daba mucha pena por dos razones: la primera, porque tenía una disposición nula para enfrentarse a los problemas y mejorarlos; la segunda, porque, como acabo de apuntar, no se esforzaba lo más mínimo. En suma, gran parte de su devenir por el instituto se redujo a esperar de manera paciente a que le fuesen cayendo migajas en forma de aprobados.

Tomasa hacía un examen (de Literatura en 2.º, de Filosofía en 3.º, de Historia de la Filosofía en COU) y lo suspendía con unos errores de concepto bárbaros, con una falta de profundidad inusitada y con una desidia absoluta. La secuencia era siempre la misma: veía las correcciones y pedía revisar el examen. Yo le indicaba los errores, las contradicciones y las inexactitudes y ella asistía al acto como si la cosa no fuese con ella. Nunca aplicaba los consejos que se le daban. Creo que ni siquiera escuchaba lo que le decía. Eso sí, se mantenía con postura hierática y cara de asco nada disimulada durante todos y cada uno de los segundos que duraba la revisión. Creo que lo que esperaba era el aprobado por abrasión.

En clase, Tomasa buscaba que la dejasen en paz, que no le preguntasen, que pasasen de ella. Era una manera de manifestar al mundo que no quería trabajar ni esforzarse. Yo me negaba por sistema. Ella era una más y tenía que intentarlo. Porque el propósito de Tomasa era aprobar. Si ella hubiese sido de los alumnos que lo quieren mandar todo al carajo, quizás (solo quizás) hubiese dejado que nadase en ese mar tranquilo. Pero quería aprobar y eso no lo iba a conseguir por la cara.

Había pospuesto hablar de la historia de Tomasa porque es una sucesión de desencuentros. Recuerdo que, en una ocasión, vino a la revisión con su madre apareciendo como víctima de un complot mundial contra ella. Yo, de manera paciente, intenté hablar con delicadeza tajante pensando en un futuro primaveral, soleado y con viento agradable. Y no puedo seguir porque la historia sería una serie en en el blog con entidad propia.

Pero todavía no he hablado de lo peor que tenía desde el punto de vista académico Tomasa y que nunca —tampoco— tuvo intención de mejorar: su forma de expresarse y su ortografía. La redacción coherente era nula y las palabras de Tomasa parecían escribirse al arbitrio del azar más caprichoso. Tampoco en esto siguió ningún consejo. Ella pensaba que las letras se escribían por accidente o por una intervención divina o diabólica que no nacía de su mente y finalizaba en su mano.

Un día, sin yo esperarlo, llegó la perfección de todas las debacles. El examen empezó con viento racheado, con redacción confusa, las nubes empezaron a descargar lluvia en forma de tildes ausentes, un trueno cambió letras de sitio y el oleaje empezó a hacer de los papeles algo cada vez más innavegable. La carga eléctrica fue subiendo de forma inconmensurable hasta estallar en la perfección de todas las imperfecciones. Tomasa había escrito habéces. Sí, sí, como lo leéis. A veces, había visto escribir a veces de formas muy dispares. Palabras juntas, una tilde que se escapa de forma injustificada… pero nunca vi una falta tan sublime, tan estupenda, tan magnífica. Había llegado la tormenta —perdón, la falta de ortografía— perfecta.

¿Aprobó Tomasa al final? ¿Llegó para ella la calma? ¿Le llegué a caer bien, casi al final de los tiempos? Quizás lo cuente. Quizás lo cuente algún día.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices.. Imagen de Dalibor Levícek.



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