Hablar es una habilidad natural de los seres humanos. En mayor o menor medida, todos nosotros somos capaces de comunicarnos por medio de la palabra para transmitir nuestras necesidades básicas y para hacer partícipes de nuestro estado de ánimo, de nuestras emociones y de nuestras inquietudes. Luego –claro está– aparece la mayor o menor capacidad para lograr que esta habilidad se convierta en un arte de persuasión poderosamente eficaz. Aprendemos a hablar en el seno de la vida social: desde el núcleo familiar inicial, pasamos por diferentes escalas a medida que nos relacionamos con nuestros vecinos, con nuestros compañeros de colegio, connuestros colegas… o a fuerza de viajar y de vivir otras muchas experiencias.
La escritura, sin embargo, no es algo natural entre los seres humanos. Lo parece porque vivimos en la ficción de una sociedad con un porcentaje de alfabetización muy elevado. Y aquí es donde llega el problema: la escritura es una realidad cultural desde hace siglos, pero también es una entelequia. En el fondo, siempre lo ha sido.
Desde la óptica de la lectura, la palabra escrita se divulgaba con frecuencia en voz alta ante un auditorio en lecturas colectivas en una práctica que ha durado siglos. Incluso la lectura en silencio fue una innovación que dejó patidifuso a San Agustín, cuando descubrió a Ambrosio pasar las páginas de un libro en plácida lectura silente. El fenómeno de la lectura nunca ha llegado plenamente a la totalidad de la población y siempre ha tenido escalas problemáticas que no vamos a tratar aquí.
Desde el ángulo de la escritura, la cosa es todavía más difícil. Si la alfabetización por medio de la lectura es, aunque inconstante, más o menos fecunda (aunque habría que hablar tanto de los niveles de lectura…), la escritura siempre ha sido mucho más problemática. Sobre todo, porque decir que se escribe como se habla es una falacia (es más, escribir como se habla sería la quintaesencia de un profundo ejercicio de estilística que pocos escritores han conseguido). Escribir supone aprender a escribir, lo que equivale traspasar al código escrito las propiedades del código hablado. Y como casi todo el mundo piensa que esa traslación es más o menos automática, le dedica poco tiempo e interés a este cometido. Aparentemente, se le da mucha importancia a la escritura en la enseñanza. Y sí, instruimos en el noble arte de la caligrafía –que le llevó a Steve Jobs al gusto por el diseño único e irrepetible– mejorando en aspectos psicomotrices, pero no alcanzamos a profundizar lo suficiente en que escribir bien debería de ser algo esencial en una cultura como la nuestra.
A poco que escarbemos en el asunto de la enseñanza de la escritura, descubrimos poco o nulo conocimiento sobre las reglas ortográficas, sintácticas y compositivas del texto escrito de una buena parte de profesiones que necesitan expresarse por medio de la palabra. De entre ellas, el colectivo de los profesores, por su trascendencia, merece unas líneas. En el ámbito de la docencia, muchos parecen ignorar las sabias palabras de Fernando Lázaro Carreter, maestro de tantas cosas: «Todo profesor en español es profesor de español» (por supuesto, esto es traducible a todas las lenguas del ancho mundo). La corrección de la transmisión escrita no es un asunto propio de filólogos, ya que la lengua no es un reducto exclusivo de eruditos, sino patrimonio de todos. Es extraño y abominable ver la cantidad de gente que comete tantísimos errores a la hora de plasmar el objeto de comunicación por medio del canal escrito. No se trata, en este caso, de ser más o menos inteligentes, sino de pasar por el necesario período de aprendizaje. No nos engañemos: el camino, quizás, no es sencillo de recorrer, pero no es tan tortuoso como para abandonarlo. Es frecuente ver exámenes con faltas de ortografía, carteles en los centros escolares sin las tildes pertinentes, páginas web de centros escolares y universitarios en los que la pulcritud sintáctica brilla por su ausencia. Como en la actualidad la maquetación de un texto escrito es tan sencilla, parece que olvidamos que las palabras tienen algo más de lo que aparece en sus alrededores.
Unas cuantas circunstancias personales más o menos recientes me han dejado patidifuso: docentes y profesionales que ignoran los misterios –no tan profundos– de la puntuación, que redactan de forma vacilante e incorrecta, que se inventan grafías… Y no se trata de errores esporádicos, que todos cometemos –yo el primero y mil veces–, ni siquiera de desidia. Se trata de algo que pasa resbalando por el escrito porque los productores del mismo no llegan a convencerse de que la forma y el contenido son dos caras de la misma moneda.
Necesitamos ser comprendidos, necesitamos comunicarnos, necesitamos expresar nuestro pensamiento oralmente… y por escrito. En caso contrario, llegaremos a ese estado de incomunicación que manifiesta Belén Esteban, esa gran comunicadora: «¿Me entiendes?».
(Imagen de Chuck Patch.)
todo muy bien hasta que llegaste al final… que no, que no se escribe ¿Me entiendes?, que se escribe ¿Mentiendes?, todo junto…
Ay, que poco puesto te veo.
Bromas aparte, toda la razón. A mí los errores ortográfcos garrafales me hacen un daño, que ni te cuento, más cuando vienen de alguien que se supone que no debería cometerlos.
biquiños,