Esta mañana he vivido un momento desagradable, que paso a detallar. Los vecinos del piso de arriba tienen la mala costumbre de hablar a gritos hasta altas horas de la noche y la mala suerte hace que tengan su salón encima del cuarto de mi hijo. El pobre, desesperado, da algún golpe en la pared para hacerles saber que molestan: ellos suelen responder con risas y alzando todavía más la voz. El resultado es que, en muchas ocasiones, mi hijo se duerme casi dos horas más tarde de lo que debería de ser su hora habitual, con el consecuente cansancio que va acumulándose a medida que pasan los días.
Como no me gusta pecar de extremismos con los vecinos, solo he comentado con ellos el asunto un par de veces, ambas de manera pacífica. Uno de los días, subí a su casa y les pedí por favor y de muy buenas maneras que bajasen el volumen porque estaban molestando. Ellos contestaron de malas formas y, a los pocos minutos, el jaleo seguía establecido exactamente en los mismos decibelios, si no más.
Esta mañana, al volver de correr, me he encontrado con dos de los habitantes de la casa (en total, viven cuatro). Les he vuelto a reconvenir su actitud, esta vez de forma algo más contundente. Ellos me han contestado de forma mucho más explícita viendo a decir que hacen lo que les da la gana. Yo he hablado de cosas tales como buena vecindad, civismo y educación y ellos me han contestado diciendo que a ver si van a tener que ir por la vida y por su casa susurrando y andando de puntillas. Como entre el susurro y las puntillas y el vocerío y ruido molesto media un mundo, hemos seguido discutiendo.
Al final, la mujer me ha espetado: «Lo que pasa es que somos extranjeros, por eso protestas». Reconozco que me he sentido tremendamente molesto, ya que en ningún caso, a lo largo de mucho tiempo, he pensado en ellos como algo diferente a lo que son en realidad: mis vecinos de arriba. Nunca he llegado a plantearme su nacionalidad para ningún asunto relacionado con ellos. En ninguna circunstancia he pensado que su nacionalidad podía ser un impedimento, un obstáculo para tomarlos en consideración. Pero también pensada que esto sucedería a la inversa. Un vecino es ruidoso y molesto al margen del lugar de nacimiento indicado en su pasaporte. Una persona es educada o no independientemente de su lengua materna.
Como, a lo largo de mi vida, he dado clase a unos cuantos alumnos del país de nacimiento de mis vecinos, me siento especialmente herido por esta circunstancia porque, desde el principio, he luchado para que se sintieran bien acogidos. En los años en los que di clase de ética, abandonábamos durante unos días el temario para que aquellos que llegaban casi sin conocimientos de nuestro idioma pudiesen sentirse como en su casa. Y luego les he visto prosperar y, en algunos casos, me he sentido inmensamente feliz de que acabasen sus estudios de secundaria y bachillerato y llegasen hasta la universidad, donde he vuelto a tenerlos como alumnos.
Una reciente campaña de Cruz Roja en contra del racismo se denomina «En realidad, no tiene gracia». Y, precisamente, es lo que pienso: que no tiene ni pizca de gracia que una persona que vocifera y no respeta el descanso de los demás confunda los términos con otros. En realidad, no tiene ninguna gracia. Porque es mi vecina la que ha sido racista hasta el tuétano y no a la inversa. Lo siento, pero es así y de ninguna otra manera.