Historias de alumnos: el chico que llevaba demasiado limpios los zapatos

Una amiga mía de adolescencia, un poco tonta y demasiado pija, decía que podía conocer a la gente por los zapatos que llevaba. Era, para ella, un conocimiento que discriminaba por la clase social al que pertenecía el portador del calzado. Por aquel entonces, a ella le interesaban los chicos con zapatitos italianos de borlas o los tradicionales zapatos castellanos limpios a rabiar (creo que ahora también, pero no estoy seguro). Yo le solía preguntar si, en consonancia con ese pensamiento, aquellos que llevaban calzado deportivo eran deportistas, pero nunca se dignó a contestarme. Por si acaso, en las tardes de verano yo acudía al centro enfundado en unas chancletas que a ella le hacían rabiar y a mí me hacían pasar mucho frío pasadas las nueve y media.

Años más tarde, el terrible pero brillante Hannibal Lecter recriminaba a la agente Clarice Starling en El silencio de los corderos querer aparentar más de lo que era al intentar vestir bien pero llevar unos zapatos baratos, que denotaban su procedencia de clase. En suma, que en esto de los zapatos tengo yo una lucha esquizofrénica entre quitar la razón a mi antigua amiga pija y dársela a ese monstruo, a veces sofisticado, a veces brutal, que es el doctor Lecter. Y esto es lo que me ocurría con el chico que llevaba siempre limpios los zapatos.

Siempre me dio la impresión de que ese chico pertenecía a otro tiempo. En primer lugar, por el nombre. Todo el mundo le llamaba por su apellido (Rodríguez). Esto, que era muy frecuente en los colegios masculinos cuando era yo pequeño, no lo era en absoluto cuando yo daba clase en ese instituto, en la que todos, hombres y mujeres, habían recuperado la individualidad con su nombre de pila. Se me antojaba siempre viejo por sus ideas, sus prejuicios, su actitud… y por sus zapatos.

Llamaba poderosamente la atención la forma en la que se vestía, siempre con pantaloncitos de pinzas (no sé si alguna vez le vi con pantalones vaqueros) y con unos zapatos clásicos e inmaculadamente limpios. No es que sea yo amigo de la guarrería suprema, pero, al igual que Adolfo Domínguez soltó respecto a la ropa aquello de «La arruga es bella», a mí en esto de los zapatos, quizás por traumas de la adolescencia, me gustaba siempre un toquecito de polvo, un aderezo de barro en la suela, un cordón ligeramente suelto… No sé, algo que diese la impresión de que uno no estaba preparado para que le metiesen en una caja de pino con los brazos cruzados y los labios sujetos con silicona. Decía que Rodríguez llevaba esos zapatos limpios y clásicos que hubiesen hecho las delicias de mi amiga y que al doctor Lecter, quizás, le hubiese hecho dudar de su procedencia. En cualquier caso, Rodríguez parecía sacado del fémur del mismísimo Cid Campeador: era burgalés a a tope, castellano a tope (sin ser, por supuesto, castellanista) y español a más no poder. Esto no es, por supuesto, un insulto, pero sí una manera muy expresiva y explicativa de su manera de ser.

En sus relaciones con los demás, predominaba la ambivalencia. Siempre tenía una palabra fea y un gesto despectivo respecto a los demás, pero lo mezclaba en ocasiones con una sonrisa en la que no sé si llegaba a reírse de sí mismo o, simplemente, estaba intentando representar un papel en el teatro del mundo del clasismo y el conservadurismo. Me caben dudas, lo reconozco. Las Supernenas, tres amigas inseparables y a las que dedicaré una historia no tardando mucho, que eran de todo menos convencionales, clásicas y clasistas, le tenían aprecio y eran amigas suyas.

No podré olvidar el día en que a Rodríguez se le ocurrió decir durante una de mis clases que el instituto en el que estábamos era una mierda. Una vez más, con ese gesto despectivo y displicente. Apunto brevemente que se trataba de un centro ubicado en un barrio, que nació de una forma más que humilde y cuyo origen, hacía más de cuarenta años, estaba centrado en la formación y la mejora de muchas personas que tenían pocas posibilidades. En suma, un centro humilde. Yo le contesté cuatro cosas. Quizás fueron cinco o seis. Todas explicativas de lo que suponía de bueno estudiar en un centro de esas características, lleno de personas normales pero excepcionales, repleto de buena gente y con vidas llenas de futuro. Creo que acabé con algo que siempre sostengo: «Lo mejor de un centro educativo son sus alumnos». Y creo también que él se sintió excluido de ese «mejor» al que yo hacía referencia. Él seguía torciendo el gesto, pero, cuando acabé, todos sus compañeros estallaron en aplausos, que eran reivindicativos de su propia procedencia, de su propia excelencia, que no radica en el origen, sino en el presente y, sobre todo, en el devenir, ese destino que puede romper los horizontes y que no admite predeterminaciones.

Pese a todo lo que digo, las relaciones con Rodríguez no siempre eran tirantes. Como ocurría con sus compañeros, entre los dos alternaban las tensiones con las sonrisas y algunos buenos momentos. Lo que ocurre es que, con el curso de Rodríguez, nos fuimos de viaje a París. Y ahí ocurrió algo que nunca podré perdonar. Pero esa será otra historia. Otra historia de alumnos que me hará tener presente lo que significa llevar tan limpios los zapatos.

Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Imagen de a.has.

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