He intentado escribir de cuatro o cinco maneras diferentes que escribir es algo que se olvida, pero no he sabido cómo ponerlo palabra por palabra, bien redactado y con los sintagmas en su sitio. Cada vez que cambiaba algo, era para peor. La alternativa a ser incapaz de escribir que escribir es algo que se olvida —me aferro a esa expresión, que es la única que se me ocurre de forma inmediata e intuitiva— es no escribir sobre el acto de escribir.
Como soy muy cabezota, me empecino en escribir sobre el acto de no escribir, como me ocurre en muchas otras ocasiones, aunque el hecho de abandonar esa tensión y dejarme en manos de la desgana gane siempre por una diferencia abultada. Ahora me limito a escuchar a Art Pepper, pensar en las musarañas y en ese saxofón que oscila entre las paredes del salón. Y dejar abierta la puerta.
No escribir es muy sencillo para el que no escribe nunca, pero también para todos los que se sienten aturullados de palabras. Cuando escribir es menos que una decisión, pero más que una necesidad. Me gustaría saber decirlo, pero se me ha olvidado porque ahora todo este milagro compositivo se me encasquilla, se me resiste y se me revuelve en ese espacio que habitó entre la cabeza y las manos.
Un impulso no basta y toda la paciencia del mundo tampoco. Quizás debería intentarlo en un poquito a poco, pero entonces escucho el piano de Oscar Peterson y me vengo arriba, como ese sol de mi ciudad, que en ocasiones gana a las nubes y se asoma entre los estertores de un final de primavera de catorce grados centígrados.
Si supiese dibujar, dibujaría. Si supiese cantar, cantaría. Como no sé escribir, porque se me ha olvidado (quizás nunca he sabido), escribo. A ver qué pasa, a ver qué me pasa.