ÉL. ¿Sabes? Reconozco que he intentado pensar algunas veces cómo sería una vida sin ti. Pero no sé, me he rendido a la evidencia y reconozco que ni siquiera puedo llegar a imaginarlo. Todo esto desde el día en que había una puerta entreabierta y entraste sin avisar, como un torrente cuya ausencia se me haría insoportable.
ELLA. No sé, yo no le he dado tantas vueltas, pero sí pienso que aún vamos descubriendo cosas el uno del otro. Después de tanto tiempo juntos, es algo que valoro mucho. Todavía recuerdo mi sorpresa inicial: te imaginaba como una persona seria y callada, demasiado cerebral y me he ido encontrando con una persona que no se calla ni aunque le pongan debajo del agua, más ligero de lo que parece. Y con una predisposición peligrosa a los chistes malos, también es cierto.
ÉL. Ahora que estamos por contarnos estas pequeñas confidencias, te confieso que he descubierto un mundo a través de cosas muy simples, que ahora valoro mucho más. Me haces falta porque, a través de ti, veo el mundo lleno de colores. El amor que yo esperaba en la vida lo he encontrado solamente en ti. Por eso, te pido, por favor, que no te apartes de mí.
ELLA. Lo intentaré, cielo. Vamos a intentarlo.
(Este texto, que es una canción prosificada y modificada a voluntad de «No te apartes de mí», de Roberto Carlos, que escucho en una versión de Vicentico, es también un diálogo entre ÉL y ELLA… que no se podrá ver como tal porque WordPress no admite adjudicar dos etiquetas a la entrada. Con imagen de Giles Watson).
El otro día una intervención en las redes sociales causó un pequeño revuelo. La cosa iba sobre banderas. Todo giraba a un partido de baloncesto de la liga LEB Oro en el que el equipo local se enfrentaba al FC Barcelona B. Los componentes de una de las peñas esgrimía una bandera de España y yo puse en Twitter que me parecía un gesto muy feo. A partir de ahí, recibí acusaciones de antiespañol, de cateto, de podemita y unas cuantas perlas más.
Vamos a partir de algo muy básico: creo que estoy en todo mi derecho de pensar que lo de la bandera de España era un gesto feo. Como dije en las redes, también me parece muy genuino que haya personas a las que les parezca feo que a mí me parezca feo. Hasta ahí, todos de acuerdo. Lo que chirría más ese tonillo autosuficiente respecto a las patrias propias y ajenas. Nadie puede decirme que a mí no me pueda parecer feo si me lo parece. Tampoco que estoy equivocado si me parece feo. Porque –y esto es muy curioso– nadie me preguntó por qué me parecía feo. Daban por sentado cosas que yo no había dicho.
Desde luego, soy muy tonto, pero comprendo muy bien aquello de los principios básicos: «A es igual a A». Por lo tanto, sé que estamos en España y cuál es nuestra bandera. Y sí, ya sé que la puede llevar el que quiera y cuando quiera. Lo que pasa es que, si no me equivoco, no he visto yo a esa peña enseñar muchas banderas españolas en el polideportivo de El Plantío. Por lo tanto, la bandera no se usaba como signo de identidad, sino como signo de diferencia. Probablemente, como signo de «aquí estamos nosotros, españoles, y ahí estáis vosotros, catalanes con una señera en la camiseta. Y ahí es donde quería llegar. El significado de la bandera española en ese contexto es doblemente irrelevante: si hay una identidad «separatista», me imagino que el portar una bandera española se la traerá al pairo a los catalanes. Lo único que conseguiremos es hacer el abismo más grande. Y si se sienten identificados tanto con una bandera como con la otra, lo que provocamos es que se sientan incómodos en una situación que –quizás– no se merezcan. Por lo tanto, hemos pasado del «A es igual a A» a situaciones del corte «A es noA», «A es B», «B es A»… y muchísimas otras combinaciones.
Creían algunos que a mí me parecía muy feo lo de la bandera española deduciendo que me parece muy bonito lo contrario. Y ahí es donde se equivocan de medio a medio. No me gusta que se utilicen las banderas para separar, sino para unir. Dije también en las redes que a mí me gustan todas las banderas. Y sí, me gustan todas. Y sí, mátenme ustedes: me puede parecer bien una estelada (cada uno que se sienta lo que quiera). Pero no me maten del todo, porque si en un partido de fútbol aparece la estelada para molestar a alguien, me pasará exactamente lo mismo que me pasaba en Burgos con la bandera española. Por eso, matizo: del mismo modo que digo que me gustan todas las banderas podría decir que no me gusta ninguna. Las banderas siempre significan algo y se utilizan para algo. Si ese algo es símbolo de identidad, adelante con todas. Si ese algo es símbolo de enfrentamiento, fuera todas ellas.
España no es Estados Unidos y, cuando se utiliza una bandera española en un acto en el que no actuamos como país, el orgullo patrio se convierte en otra cosa. Que a cada uno le parezca lo que sea. A mí me parece que la tautología se transforma y se va tintando de algo más… o de algo menos. Los españoles, en nuestra historia más o menos reciente, hemos tenido problemas con nuestra bandera por razones obvias. Nos hemos ido reconciliando con ella y creo que eso es muy positivo. Hablé hace tiempo de un suceso desagradable cuando estuve en Lille viendo a la selección española de baloncesto. Me parece feo lo de la bandera española en El Plantío y me parece muy feo que alguien no pueda ir con una bandera española de forma legítima e inocente porque juegue una selección de nuestro país. En Cataluña, por ejemplo.
¿Soy yo menos español que los componentes de esa peña, menos español que aquellos que me insultaron y me tildaron de cateto? ¿Son ellos más españoles que yo? Nadie sabe cómo me siento porque no me lo han preguntado (probablemente, a mí me gusta más sentarme que sentirme, pero es que tengo yo las miras muy pragmáticas).
Uno ya es persona mayor y recuerda «Esto no es una canción» de Víctor Manuel, escrita en un momento muy concreto y con referencias que a muchos jovencitos quizás se les escapen. Pero que se queden con esto: que las patrias pueden exhibirse, pero también se pueden llevar pegadas al corazón; que, por repetir su nombre, no nos armamos de razón.
Cada uno que se se sienta lo que quiera. Yo espero sentado. Y sí: de catetos, hablaremos otro día.
ELLA. Estuve el otro día pensando en las vacaciones de verano. Deberíamos probar algo nuevo.
ÉL. Sí, yo también estoy pensando en probar. En probarme una cazadora o un abrigo, unos guantes y un gorro. Estamos a cero grados y tú piensas en el verano.
ELLA. Sí, pienso en el verano, en el calor, en los momentos en los que la vida se relaja.
ÉL. Lo siento, pero no puedo entenderte. En lo que tendrías que pensar es en permanecer vivos cuando estemos en pleno invierno, entre vendavales de nieve y viento helado.
ELLA. No sé por qué no voy a pensar en tiempos mejores. Un crucero. Me gustaría ir de crucero.
ÉL. ¿Un crucero? ¿Pero estás loca? Encerrados todo el día en un paquebote, estar de buen rollo en las cenas de gala, haciendo el majadero. E ir de excursiones como borregos, con pantalones cortos, sandalias y calcetines. Ni pa’ dios.
ELLA. No, estar en un lugar rodeado de agua por los cuatro puntos cardinales, con el sol hacia arriba y la profundidad del mar hacia abajo. Donde, pese a todo, pese a todos, solo estemos nosotros.
ÉL. Me parece que has abusado de la película. Pero ya sabes que luego te chocas con algo y el guapo muere.
ELLA. Olvídate de tus miedos. Vámonos de crucero. Hasta Dubrovnik.
(Entrada perteneciente a la serie Diálogos. Con imagen de José Miguel Martínez.)
OTRO. Por lo menos, estamos a la sombra. Ya quisieran muchos estar en una tumbona, en la piscina, justo al lado del mar.
ÉL. Sí.
OTRO. Yo se lo digo a todo el mundo. La vida es para vivirla, joder. Para disfrutarla, mecagüen la puta. Tengo cincuenta tacos y me lo he pasado de puta madre. De puta madre. De joven, las liaba pardas con la pandilla. Ahora las sigo armando buenas con los amigos, pero también en solitario. Mira, tío. Es el tercer verano que vengo solo de vacaciones a las islas. Solo, tío. Y me lo paso de puta madre. Por las mañanas, me despierto cuando me deja la resaca y el dolor de cabeza. Por las mañanas, aquí en la piscina, a la sombra. Cuando aprieta un poquito el calor, un chapuzón. Luego, a comer, pero no a la hora de los putos extranjeros. En el último turno. Por la tarde, un poco de playa. A ver chavalas, y eso. Y, por la noche, en los bares del hotel. Y en la discoteca. De puta madre, tío, de puta madre. Hay unas tías cojonudas. No sé qué tengo, tío. Tengo cincuenta tacos, creo que ya te lo he dicho. Y estoy gordo. Ni fuerte ni hostias: gordo. Se me empieza a caer el pelo. Pero las chavalas se me dan cojonudamente. Eso sí, no me des tías jovencitas. Para a mí, a partir de los cuarenta es cuando mejor están.
ÉL. Siempre hay quien dice que prefiere dos de veinte a una de cuarenta…
OTRO. Eso son chorradas, gilipolleces. Las tías, a partir de los cuarenta están de puta madre. Tienen toda la experiencia y no tienen remilgos ni chorras. Y eso que yo creía que era material de desecho, tío. Que no me querían ni las divorciadas de tercera generación. Pero se me dan de puta madre, colega. De puta madre. Eso sí, algunas tienen un peligro que te cagas. El otro día, hace unas noches, tuve que ir urgencias. Me bajé los pantalones y la médico se descojonaba, tío. Se descojonaba viva. Me dijo que no abandonase nunca la capucha. Pero paso. Hoy ya me encuentro cojonudo. Así que esta noche, empezaré con un par de cervezas en la cena y luego me pasaré al gin tonic. En uno de los hoteles de más abajo, los ponen cojonudos. En este hotel no tienen ni puta idea. Si quieres, cenamos y luego la liamos, la liamos parda, colega.
ÉL. Creo que no voy a poder…
OTRO. No seas gilipollas. Pero si te pasas todo el día solo, que te tengo controlado. Te pones en la tumbona con un puto libro y casi no levantas la mirada. Bueno, hasta que pasa una buena piba, cabrón. Que parece que no, pero igual eres de los que las mata callando.
ÉL. No, no…
OTRO. Que no seas idiota, colega. Que ya te digo, que la vida es para vivirla. Vente esta noche, que lo pasamos de puta madre. Que te lo digo yo. Unos bailoteos y luego a pillar a unas pibas.
ÉL. Perdona un momento, que tengo que me han mandado un mensaje y tengo que llamar.
OTRO. Pasa de todo, tío, que estás de vacaciones. Manda a todos a tomar por el culo…
ÉL. No puedo. Es urgente. Hasta mañana.
ÉL (llamando por teléfono, a ELLA). ¿Oye? ¿Qué tal por la sierra?
…
ÉL. Pues bien, leyendo, nadando y eso. Sí, hace buen tiempo.
…
ÉL. No, no. Pero llamas muy poco. Y tampoco me llegan muchos mensajes.
ELLA: Pero hablando de tu vida hablas de los demás, revelas sus secretos.
ÉL: Los demás, en la medida en la que me afectan, también son mi vida. Mi relato sobre ellos no es el centro; es el efecto colateral.
ELLA: ¿Escribir un blog no es una manera enfermiza de hacer públicas cosas privadas?
ÉL: Escribir sobre lo privado es un acto de socialización masoquista, pero de socialización, al fin y al cabo. Además, siempre se miente, se exagera, se ficcionaliza. El secreto está en que los demás no lo noten. Es muy importante que todo parezca verdad.
ELLA: ¿Así que no eres siempre sincero?
ÉL: ¿Alguna vez has conocido a alguien sincero? En todo caso, conocerás a personas que saben mentir bien. Todos tenemos secretos y cadáveres en el armario. La clave está en que no huelan demasiado.
ELLA: Muchas personas te odiarán por lo que haces o por lo que dices…
ÉL: Es un problema más suyo que mío. Nunca me lanzo a la yugular el primero. Eso sí, cuando agarro una presa con las mandíbulas me gusta apretar y zarandear hasta que quede completamente inane. No es tanto un acto de crueldad como de supervivencia. Hay otros cazadores más ladinos o astutos. Yo prefiero ser primitivo.
ELLA: ¿Te sientes un traidor?
ÉL: Te digo lo mismo que antes: soy tan traidor como muchos otros. Quizá más que muchos. Seguramente, menos que otros que parecen corderitos. No he visto en este mundo más despiadados carniceros que en el rebaño de corderitos. Pastan alegremente y parecen mansos. En el momento que te descuidas, van a por ti.
ELLA: ¿No es una manera de echar balones fuera?
ÉL: Por supuesto. Soy un experto en hacerlo.
ELLA: ¿Un consejo para mí?
ÉL: Sí, uno claro y directo: échate crema en las manos. La gente se fija en las manos de los demás mucho más de lo que imaginas. Unas manos bien cuidadadas son el pasaporte a un ajuste social perfecto.
ELLA: ¿El físico es importante?
ÉL: El físico es lo primero y lo último, con muchas cosas intermedias. Quien diga que las apariencias engañan no sabe analizarlas ni atisbar entre ellas. Valoramos mejor en la escala social a una persona bella que a una fea. Eso no significa que el físico sea todo. Pero en esto, como en todo lo anterior, hay mucha hipocresía.
ELLA: ¿Por qué eres tan directo?
ÉL: No me queda otro remedio que asumir que soy así. Créeme que intento morderme los labios para no saltar. Pero es superior a mí. Así me va. Otros consiguen más con un silencio de perros. Unos dirán que eso es ser auténtico. Por mi parte, creo que soy un bocazas.
ELLA: Si estuviera en tus manos, ¿qué cosas de las que ves cambiarías?
ÉL: Puestos a empezar, cambiaría el sofá y esas cortinas. No me gustan nada.
Estamos en pleno periodo de reforma protestante. Así llamo –con cariño– a los días de revisión de exámenes en la universidad. Para mi suerte o mi desgracia, algunas titulaciones de letras están bien nutridas de estudiantes en las asignaturas que imparto, por lo que es lógico que «caiga» más de uno –y de dos, y de tres– en los exámenes de septiembre.
Con el tiempo, la seriedad en el procedimiento y los plazos es mucho más grande que la penuria con la que vivíamos los que estudiamos allá por el año de la polca. Ahora el grado de indefensión del alumno respecto a todas las cuestiones que tienen que ver con sus calificaciones es mucho menor, y es bueno que así sea. Pero en esa lógica interna del sistema se cuelan los mayores disparates.
Uno de ellos es la costumbre que han cogido algunos estudiantes de pensar que todo es lícito: llegar tarde a los exámenes y soltar exabruptos cuando no se les permite la entrada; querer que se les haga el examen otro día porque el día de la prueba fue demasiado pronto; alegar un millón de incompatibilidades no justificadas ni justificables. Esa sólo es la primera capa del pastel, que continúa con súplicas por el aprobado porque se pierde una beca (aunque jamás se haya asistido a clase, ni se haya profundizado en los contenidos, ni se hayan consultado dudas por correo electrónico o en las tutorías). Encima del bizcocho también tenemos la nata de los que quieren sustituir el examen que han hecho mal por «un trabajillo», o los que afirman que es imposible aprobar, aunque nunca lo hayan intentado y las estadísticas globales afirmen, más bien, lo contrario. Y la guinda está en los modales. Entradas avasalladoras en el despacho sin llamar a la puerta ni dar los buenos días; recriminaciones y salidas de tono; disparidad ante lo evidente y enfado ante lo doblemente evidente.
Lo malo es que es una tónica que se está instalando en nuestro sistema y ante la que más de uno se acongoja. En los días en los que uno califica a los alumnos, que son muchos, los profesores estamos sometidos a una gran presión en un acto que es eminentemente interpretativo y en el que creo que intentamos poner la seriedad necesaria y seguir la máxima de «In dubio, pro reo». Como todo sistema tiene sus excepciones, también hay que decir que habrá alguna mala práctica de los docentes, del mismo modo que es cierto, asimismo, que los rebeldes sin causa también abundan en minoría. Pero no sé por qué me parece a mí que los tiempos están cambiando. Si nadie lo remedia, algún día los protestantes invadirán despachos, no se rasgarán sus vestiduras, sino las ajenas y pondrán a sus docentes en la hoguera, practicando un proceso inquisitivo a la inversa.
Encender una cerilla es fácil. Y también tirar la primera piedra. Cuando llegue el momento, que la lancen con delicadeza.
Hablar como límite de la no-frontera, como límite para no hablar sólo -y solo- de sí mismo, como medio y modo y fin -y no final- de la comunicación. Hablar como compartir, hablar como divertir, hablar como resurgir, hablar como partir(se de risa). Hablar como llorar, hablar como lamentar, hablar como rezar (con el dios de la intercomunicación). Hablar como destino, hablar como punto de partida. Hablar para no quedarse en medio del laberinto, hablar como hilo de Ariadna que nos conduce, humanos. Hablar como callarse y no callarse. Hablar como insultar sin ofender. Hablar como un río del que suspende en Geografía, sino conocer afluentes ni fuentes ni desembocaduras. Hablar por hablar, y no ser un programa. Ni ser programático. Hablar por el gusto de hacerlo. Por el gusto de quedarse en las palabras, detenidas entre aliento y aliento.
Abraham Maslow es el psicólogo por excelencia de las teorías jerárquicas sobre las necesidades humanas y la motivación. La base de todo -como casi siempre- es antigua y había sido formulada por Aristóteles: «Primero, vivir; después, filosofar». Pero estas intuiciones geniales del filósofo griego requerían una formulación más profunda. Es lo que consiguió Maslow con su famosísima Pirámide.
Decía Maslow que las necesidades humanas tenían un orden escalar. El primer nivel en la pirámide es el de las necesidades básicas (respirar, comer y beber, descansar…). Obviamente, si no tienes cumplidas éstas, difícilmente vives, por lo que su no obtención nos hace cerrar el chiringuito. Posteriormente, necesitamos sentirnos seguros y protegidos, por lo que sentirnos sanos, con un empleo que nos ampare con ingresos y recursos económicos y propiedades, así como un entorno familiar que nos haga sentirnos pertenecientes a un clan. El terreno de los afectos viene después: asociarnos, participar, sentirnos aceptados son necesidades propias de la tendencia natural de los seres humanos a las relaciones sociales. Necesitamos querer y sentirnos queridos, necesitamos tener un arraigo y el sentirnos parte de algo. Sólo así podemos sentir estima por nosotros mismos: el respecto hacia uno mismo, la confianza, la independencia, la sensación de libertad son sus signos concéntricos, mientras que también se extiende hacia una necesidad periférica de sentirse respetado por los demás: aprecio, reconocimiento, estatus, dignidad. Todos estos escalones son niveles de carencias, necesidades que debemos completar. El último es el escalón más alto: la autorrealización, la necesidad de ser. Cuando hemos alcanzado -más o menos- los niveles anteriores, llegamos a la cúspide. A la felicidad.
Pensaba yo en esta pirámide, con papel y boli, marcando y subrayando lo que tenía y lo que no. Descanso, protección, entorno familiar, propiedad, arraigo, confianza, independencia, respeto… La felicidad se ha puesto muy alta, vivir se ha puesto muy caro. Y yo estoy hasta los mismísimos de intentar subir para luego resbalar. La vida parece una puta prueba de obstáculos y yo siempre penalizo para tener que volver a la primera casilla del juego. Primero, vivir; después, filosofar. La vida como escalera, la felicidad como superación. Aristóteles, Maslow: que os den. Y mira que me jode matar al mensajero…
Lo dice Vicente Verdú en su espléndido artículo «El soñado cuerpo de los otros»: a nuestra salud le sienta bien el hablar con los demás. Nuestro aislamiento y nuestras tercas fronteras se ablandan y matizan gracias al contacto en diálogo con los otros cuando hablamos de nuestros problemas. El artículo de Verdú nos recuerda, además, las ideas del magnífico psiquiatra Eugenio Borgna, especialista en enfermedades nerviosas, que pone el acento de sus teorías en la necesidad de recobrar el «espacio del alma» y la intersección de nuestro espacio anímico con el de los demás. Surge, entonces, un cuerpo social más nutrido de emociones sinceras. Surge, entonces, un individuo que ya no está menoscabado por una interiorización narcisista.
El diálogo y el contacto surge, a veces, como una reflexión en torno a nuestro propio cuerpo, tal y como señala Laura Restrepo en una divertidísima disertación en torno a la depilación. Yo nunca he pasado por el trance, así que sólo me hago una pequeña idea de lo que supone cuando agarro algún pelillo de la nariz y lo estiro lentamente a su desesperación (pero ese es un acto narcisista y perverso perpetrado ante el espejo). La depilación supone entrega y confrontación a partes -nunca mejor dicho- iguales. Quiero creer que las empleadas (o empleados) de los centros de depilación son los nuevos psicoanalistas de nuestro tiempo. Por de pronto, desnudas tu alma y, como poco, tus pantorrillas. Y te expones ante la incertidumbre del dolor certero. Tus miedos quedan en el grito o en el gesto arrugado. Y, mientras, alguien te va seccionando poco a poco la epidermis y tus sentimientos. No quiero caer en pormenores burdos, pero no sería extraño desvelar un poco de tu vida si dices: «Pues mira, me vas a depilar por ahí, y me lo vas a dejar con la M de mi Manolo». La depilación se manifiesta como el antes (peludo) el ahora (doloroso) y el después (desnudo y limpio) de nuestras vidas. Además, no hay depilación sin un porqué: la exhibición social, el baño púb(l)ico, la escena íntima. Todo un compendio de futuros diálogos, mudos o explícitos, con los cuerpos de los otros. «Mira, Manolín, lo que me han hecho». A lo que Manolo, que es muy bruto, espetará: «Pero esa M, ¿es mayúscula o minúscula?. Conchi, Conchi».
Y es que, del «espacio del alma» al «espacio del cuerpo», hay sólo cuatrocientos once pelos de diferencia. Como las palabras de esta entrada.
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