Hay artes para todos los momentos y momentos para todas las artes. Momentos para el bailoteo ligero, momentos para la canción desenfadada, momentos para la lectura ávida de sucesos, momentos para el teatro de risa por la risa, momentos para la rima fácil y para la lágrima más.
Las artes surgen para muchas cosas, todas legítimas para el que quiera legitimarlas. No hay nada mejor que sentirse identificado, retratado, dicho y musicalizado. La maravilla, sin embargo, surge cuando ves, escuchas algo que te revienta la cabeza, que está más allá de todo lo que podías esperar, muy fuera de tus horizontes, tan limitados. Que te revienta la cabeza, pero que, gracias a esa explosión, te engrana y te ensancha. Te revierte y te invierte para que nunca seas el mismo. Para que sea la brújula que te enseña a que no hay manera de guiarte por los mundos inexplorados. Para que los mundos inexplorados te descubran un sendero que permanecía oculto, a la visa de todo el mundo.
Notar lo que te hace vibrar y te vibra, lo que te hace sentir y sientes, lo que te hace no pensar y piensas. A veces, es todo complicado. Otras, lo complicado es tan sencillo que lo tienes ahí, cercanamente inalcanzable, lejanamente piel con piel.
Nulla dies sine linea. Nulla dies sine linea.Nulla dies sine linea. Nulla dies sine linea.
Y pasan cincuenta y siete. Cincuenta y siete días sin contar cosas que pasan, cosas que me pasan, cosas que nos pasan. Cincuenta y siete días que no han sido vividos más intensamente por no contarlos y que no han sido más nítidos por quedar en el recuerdo. Cincuenta y siete días sin registros conocidos y que permanecen ahora como una nube en el ojo de esa viga en la mirada ajena. Algo queda, aunque verba volant.
Cincuenta y siete días sin prosificaciones, sin diálogos y sin blogólogos. Sin las presencias con las que disfruto enredando esos cordeles, tan simples en su esencia, tan enredados cuando los introduces inocentemente en un bolsillo. Cincuenta y siete días con ese ovillo de lana que no se cae y que no se estira y que no permite que se cumpla la segunda ley de la termodinámica.
Cincuenta y siete días que son vibraciones, sensaciones, conversaciones, anhelos. Hilos que se enhebran y se complementan. Una manera de vivir hacia dentro que necesita ser explicada, compartida, repartida, entendida. Aunque sea en un grito de socorro en forma palabra, que es lo que tengo ahora entre las manos, antes de que se me resbale.
Si es cuestión de confesar, no soy la persona idónea para dar conversaciones triviales, para dar respuestas fáciles ni, en general, para la mayor parte de las cuestiones que se refieren a la vida cotidiana. Por supuesto, no me gusta el café ni hablar por teléfono ni ver partidos de fútbol. Me aburre jugar a las cartas, no me gusta el alcohol más allá de la cerveza y odio la impostura del gin-tonic.
Me levanto muy pronto por las mañanas y, a veces, desayuno una primera tanda con un vaso de agua, un poquito de leche con chía y una pieza de fruta (solamente tomo plátano en días alternos). Aunque me ducho todos los días, no puedo evitar lavarme, peinarme, afeitarme y echarme un poquito de colonia antes de seguir con la segunda tanda, en la que como un panecillo tostado con leche y cacao… puro.
Si es cuestión de confesar demasiado de las horas y de los minutos de ejercicio, de las series y películas, de los libros cuando me dicen cosas que conozco expresadas de una manera que yo desconocía. Escucho canciones de Shakira en bucle, pero las alterno con música country, con jazz y música clásica. Y nunca me falta mi repertorio fijo de cantautores.
Tengo ciertas dificultades para moverme en el optimismo y, antes de viajar a Jauja, suelo bajarme mucho antes para pasar largas temporada en Babia. Pienso demasiado, demasiado rápido y demasiado lento. No entiendo los manuales de instrucciones ni los libros de recetas fáciles. Me río todos los días por no llorar una vez al mes y no soporto vivir en una ciudad probablemente bonita pero llena siempre de frío.
Tengo que confesar que no soy de acceso fácil, que tiendo a ser bastante aburrido y previsible, aunque los que me conocen bien saben también que tengo una tendencia determinista hacia lo imprevisible.
Para hablar de las personas, es mejor comenzar por uno mismo. Ya sabéis, porque lo vemos (y, si no, nos lo recuerdan), que todo va a peor. Que los años pasan y las ilusiones que permanecen sobreviven en rincones cada vez más pequeños. Cada día es más sospechosamente parecido a ayer, por lo que cada vez es más fácil predecir cómo va a ser mañana.
Si es cuestión de confesar, siempre he sabido que es muy fácil hablar de los demás, pero mucho más difícil hablar de uno mismo. Todo y siempre. Es inevitable.
ELLA. Jo, qué vergüenza, me podías haber dicho que tenía puesta la mascarilla del revés.
ÉL. Es que me daba cosa… Te he señalado la mascarilla un par de veces, pero no te has dado cuenta.
ELLA. Claro, lo único que me ha servido es para restregármela por toda la cara. Y, cuando me la he puesto bien, me he dado cuenta de que la apariencia era lamentable, con todo el maquillaje. Iba echa un cuadro. Que no hacía falta proclamarlo a los cuatro vientos, pero me lo dices al oído o yo qué sé.
ÉL. Pues mira, para la próxima ya lo sé. Pero el otro día me acerqué para decirte una cosa al oído cuando estábamos con estos y me dijiste que quedaba fatal, que vaya falta de educación.
ELLA. Tú hazme caso, que no quiero ir dando la nota por ahí. Que, además, no sé si entre la mascarilla, la ropa que llevaba puesta y las cosas que decía después de la tercera cerveza tostada daba una impresión de lo más chabacana.
ÉL. Sí, chabacana. Esa es la impresión que sueles dar, sí.
ELLA. No empecemos, que estas conversaciones empiezan con tus gracietas y acaban como el rosario de la aurora.
ÉL. ¿Como el rosario de la aurora?
ELLA. Sí, como el rosario de la aurora. Y otra cosa, que sepas que me sentó fatal que no quieras ver la nueva temporada de Sexo en Nueva York conmigo.
ÉL. Es que no he visto tampoco la primera. Y no me atrae mucho, ya me conoces.
ELLA. Sí, ya sé que a ti te gusta que te pongan melodramático con asesinatos en pedacitos y comeduras de coco.
ÉL. Eso es, exactamente.
ELLE. Pues que sepas que And just like that está muy bien. No sabes lo identificada que me siento.
ÉL. ¿Con unas señoras que viven en Nueva York? Yo te hacía más paseando por el paseo de El Capricho.
ELLA. No majo. Estas chicas fueron mi referente cuando tenían treinta años, que también fueron los míos.
ÉL. Pero ahora rondarán los cincuenta…
ELLA. Ese es el problema al que se enfrentan ellas, al que me enfrento yo. Y cualquiera que tenga dos dedos de frente. O sea, que tú y tus intentos de ignorar el paso del tiempo estáis excluidos.
ÉL. Ya sabía yo que me iba a caer alguna flecha envenenada. Pero no le doy tantas vueltas, no.
ELLA. O sea que prefieres no fijarte en las canas, en los músculos de la cara, que se van cayendo para abajo sin remisión. Se nos va pasando el tren y tú prefieres no darte cuenta. Siento como que vivimos en un mundo que ya no es de hoy, que es del pasado, que ya no estamos al día.
ÉL. O sea, que somos humanos.
ELLA. Mira, eso se nota también en la serie, se ven más humanas, más aterrizadas. Por lo menos, siento que han crecido conmigo. Pero me veo, como ellas, envejecida. No lo puedo aguantar.
ÉL. Pero piensa en lo que sabes ahora y no sabías ahora. En la elegancia que da el paso del tiempo.
ELLA. Por favor, pero qué tonterías dices. No hay elegancia, en todo lo que te planteas hay un autoconsuelo tonto.
ÉL. Voy a tener que ver la serie, a ver si me da por tirarme por el puente. Está visto que no tengo esos referentes, como esa devoción por Friends.
ELLA. Tienes que verla.
ÉL. Si lo he intentado, pero no hay manera.
ELLA. Pero qué tolái eres. Si Friends te iba dando un repaso, en tiempo real, de las cosas que nos pasaban. Todo lo bueno y malo de esos momentos.
ÉL. Lo bueno y lo malo, tú lo has dicho.
ELLA. Sí, lo bueno y lo malo, pero no en el momento en el que la vida no nos dice nada porque ya no le pertenecemos.
ÉL. Buffff, ahí sí que me sobrepasa todo. Pero si es una vida que te has construido tú, peldaño a peldaño. Nadie te ha obligado.
ELLA. Sí, te obliga la vida misma a seguir viviendo. Pero ya sabes, de repente me da por romper puentes y liarme la manta a la cabeza. No puedo soportar mucho más esta vida.
ÉL. ¿Esta vida o la vida más allá de los cincuenta?
ELLA. Esto. El día a día que se repite y sentir que los días se me resbalan entre los dedos.
ÉL. Si eso lo dicen todas las comedias románticas, esas que me gustan.
ELLA. ¿Y si mandamos a freír monas las series y las películas y nos vamos a tomar unas cañas?
He escrito, aquí, en este blog, ciento tres entradas que están en formato de borrador, sin ser publicadas. Hay cerca de cincuenta que permanecen en «privado». Todavía no sé la razón de para qué escribir en un espacio como este para que no lo lea nadie, salvo uno mismo. Tengo cerca de quinientas anotaciones con ideas, frases, relaciones, enlaces.
Reviso esta tarde algunas de esas notas, unas cuantas de esas entradas privadas, una parte cumplida de esos borradores. Mi intención era rescatar alguno de esto últimos, sobre todo aquellos que estaban ya casi finalizados. Lo he descartado, abandonando esas palabras en el limbo de los injustos.
Luego he dudado si escribir una historia nueva. Un nuevo diálogo lleno de intensidades en el que los personajes se preguntaban por cuánto tiempo pueden durar en la vida las cosas intensas. ¿Tantas como uno quiera? ¿Tantas como deseen aquellos que integran esos actos únicos, íntimos e intransferibles? Los personajes se decían cosas al oído después de quedar exhaustos por las circunstancias de sus vidas.
El diálogo me parecía difícil en su ejecución. En los diálogos se dicen tantas cosas que es problemático aprender a callarlas. Así que he pensado que un «blogólogo interior» será un vehículo perfecto, lleno de ideas incontenidas e incontenibles exentas de puntuación y con riendas sueltas para que los sentimientos que van a caballo de lo que se quiere, de lo que se ansía, de lo que se adora, de las cosas con las que uno se siente en el séptimo cielo o en el séptimo de caballería, tanto da.
Y, por último, me planteo escribir algo en «querido diario dos puntos», en el que interior se da la vuelta haciéndose explícito.
Pero, en tiempos de exposición, valoro cada vez más los borradores, los pensamientos privados. Y el silencio lleno de gritos hacia el cielo.
Hoy no ha hecho más que empezar y no tengo palabras. Tengo algo, no sé muy bien qué, pero no manera de articularlo con una forma que pueda decir o escribir.
Me he levantado y lo primero que he hecho ha sido beber un vaso de agua, tomar una pera y pensar en una canción que todos conocéis.
Sol, solito,
caliéntame un poquito
para hoy para mañana
para toda la semana.
He ido a internet y me he encontrado con solecito y no con solito, pero yo la canción la recuerdo así, con esta última palabra. Y he pensado que, antes que un diminutivo correcto, la palabra solito no evoca a la pequeñez y calidez de nuestro astro mayor, sino a la soledad en la que se encuentra. Intentando alumbrar nuestras mañanas, intentando prestarnos un poco de su calor, casi inmenso. No solamente para hoy, sino para períodos más largos.
Porque el sol sale todas las mañanas. Lo sabemos todos menos David Hume, que lo esperaba, sí, pero pensaba que no podía demostrarse de manera evidente que fuese así. Sale todas las mañanas, pero hay momentos en los que da la impresión de que vivimos como si no. En una oscuridad que no es reconfortante ni dilatada hasta las after hours. Nada de una fiesta prolongada para intentar evitar que el tiempo avance.
El sol esta solito. Yo, esta mañana a tres grados centígrados, espero que me guarde un poco de calor. Hasta mañana.
Aunque ya he hablado de unos cuantos malentendidos, fracasos e historias fallidas, todavía puede haber momentos en los que las personas que leen esto piensan que esta es una serie autocomplaciente en la que me dedico a echarme flores y a tender puentes de buenrollismo sobre mi trabajo como profesor.
Y no es cierto, para bien o para mal. Aunque tengo muchos momentos de satisfacción, excelentes recuerdos y vívidas experiencias positivas, muy a menudo me asaltan los fantasmas de todas las veces que me equivoqué, de todas aquellas en las que obre o no obré, en las que por acción u omisión o yo no sé qué, las cosas no salieron bien, salieron regular o salieron mal. Todas las veces en las que, creo que con buena intención, no conseguí llegar a los propósitos de la excelencia y me quedé en una incierta frontera entre el querer, el no querer, el poder y el no poder.
Después de cientos y cientos de estudiantes, quizá miles, todavía pienso en todos a los que no recuerdo, todos aquellos que estaban necesitados de una buena acción educativa, de un contenido bien aplicado y que les llegase y pudiese moldear, al menos un poco, su personalidad y su futuro. O, por lo menos, su conocimiento. En esa visión panorámica hacia el pasado, también contemplo rostros en los que fracasé. Es el caso de Esperanza.
Esperanza era una chica reservada, tímida y nada propensa a la exposición y a la exhibición en clase. De lo que no cabe la menor duda era de que era una persona educada, encantadora, con muy buenas amistades y relaciones entre sus compañeros, sus amigos y sus amigas. Sin embargo, Esperanza no conseguía arrancar con brío en la asignatura que impartía en el instituto. Se quedaba siempre en ese quicio entre el cuatro y pico y el cinco. Ocurría, sobre todo, en el comentario de texto. Es cierto que yo era (más o menos) exigente, pero no llegaba a superar de manera satisfactoria todos los obstáculos en forma de resúmenes, opiniones críticas y la exágesis de formas y contenidos.
Había otro elemento que me condicionaba gravemente. Esperanza era hija de un profesor del centro con el que yo había tenido muy buena relación y, por circunstancias de la vida, nos habíamos distanciado mucho. Yo me encontraba ante el problema de que tanto él como Esperanza pensasen que las notas medianas o bajas que le ponía estuviesen condicionadas por esta razón. Y no. Juro que no. Jamás se me ocurriría que un alumno/hijo sufriese las desavenencias con el examigo/padre. Aunque él y yo nos comunicábamos muy poco, yo me creía en la obligación de dar alguna explicación y algún razonamiento sobre lo que hacía. Le proponía a Esperanza, en algunas ocasiones, que se presentase a las pruebas de recuperación para lograr redondear lo que, a mi perecer, no se moldeaba de forma adecuada. Ella se sentía insegura pese a mis intentos de que pisase firme. Y puede que fuese una obsesión mía, pero su padre escuchaba mis intenciones con cierta suspicacia y, cuando las intenciones se convertían en calificaciones, la suspicacia era, según la idea que tenía en mi cabeza y que jamás sabré si es cierta, la suspicacia se trocaba en desconfianza.
Los años corrieron y yo, al poco tiempo, pasé a dar clase en la universidad. Fui sabiendo de Esperanza, Claro. Estudió Periodismo. Y luego un máster. Y, más tarde, empezó a trabajar en una de sus pasiones, que era el mundo de la comunicación y el deporte. Y es francamente buena. Leo siempre sus escritos y están llenos de armonías, de aciertos y de palabras ajustadas. Y pienso que es poco posible que alguien con esas cualidades las tuviese silentes cuando se trataba de interpretar y analizar las producciones textuales ajenas. Así que quedan pocas opciones y algo se me perdió a mí por el camino. En ese éxito actual, le doy vueltas a si Esperanza ha pensado alguna vez en todo esto y si su padre también lo han hecho. Y si han llegado a una conclusión parecida. Segura y justamente, puede que haya sido así.
No es posible acertar siempre. Pero duele saber qué es lo que ha pasado para que las cosas no salieran bien… y cuántas veces habrá ocurrido sin que yo me haya dado cuenta.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. Con imagen de Günter Hentschel
ÉL. Mira, vamos a escuchar una canción. ELLA. No tengo muchas ganas de canciones ni de gaitas. Y mucho menos de las tuyas. ÉL. Qué va, no es de esas. Es una canción de Ana Mena. ELLA. ¿Me estás vacilando? ÉL. No, nada de vacilar. Te voy a poner un poco de música ligera. ELLA. Anda, que no la he escuchado… El otro día le hicieron una entrevista en «¡Buenos días, Javi y Mar!». Y la pusieron. No está mal. Pero Ana Mena no es tu estilo. ÉL. Bueno, hay un tiempo para cada cosa. En horas de temporal, en momentos de inquietantes silencios, en los instantes en los que necesitamos escapar del dolor, cuando parece que no hacemos más que atravesar escombros y ruinas, música ligera: palabras y notas sin mucho misterio. ELLA. Vivo momentos en los que la música tiene que ser ligerísima, que percuta en mi cabeza como una pluma suave que me haga no pensar en nada. ÉL. Marchando una de música ligera. Para que no te sientas ausente en ese pozo de preocupación. ELLA. Claro que sí. Porque sí, porque nos da por ahí. Hoy no quiero pensar más de la cuenta.
Cuando no escribo, me gustaría escribir. Cuando escribo, me gustaría hacerlo de otra forma. Y, cuando intento hacerlo de distintas maneras, no estoy conforme ni a gusto con ninguna. Me gustaría, por ejemplo, escribir de manera poética y rítmica, pero no me llega ni el talento ni la sustancia de los sustantivos, que se pierden en unos adjetivos que, queriendo decir, se diluyen en matices insustanciales o redundantes. O vacíos, que es peor. Me gustaría también escribir de manera cortante, incisiva y rápida y, a veces, creo que casi lo consigo, pero la dilación y la sintaxis y las enumeraciones y el polisíndeton me pierden sin remedio.
Y escribo y no escribo en períodos alternantes y alternativos. Sin esperanza y sin convencimiento, lastrado por modelos demasiado perfectos. Angustiado por la dura lucha entre res y verba, ingenium y ars, sin buscar nunca provecho y consiguiendo poco deleite. No para mí mismo. Tampoco para los demás.
En suma, me hubiese atraído luchar por la utilidad, por la actualidad, por la formación, por la magia, por el brillo o por el metalenguaje, que se puede acercar a un metaverso en el que no pienso profundizar. Porque ni me gustan las cosas livianas ni las cosas demasiado pesadas. ¿Inspiración o espiración? Expiración, sin duda. Nunca me quedo con nada y es mi destino.
Y aquí me quedo, en la nada. O en el abismo o en la superficie. En el misterio o en la fruslería.
En ocasiones, la casualidad es un itinerario del destino. O puede que no, que la casualidad sea solo un marco en el que se engloban circunstancias para las que no encontramos, al principio, una justificación plausible. Y creo que esto es lo que ocurre con la alumna que tenía pájaros en la cabeza.
Para que se entienda mejor el párrafo anterior, he de ponerlo en contexto. Desde hace unos años, imparto unas cuantas asignaturas de grado y de máster en línea. Y sucede que, sobre todo en el grado, me encuentro con estudiantes de la índole más variada. Son muchos los que hacen este grado por placer, porque el destino les llevó en el pasado a hacer otra cosa, porque quieren completar una formación más redonda. Y me he encontrado con personas de lo más variado de la fauna humana. Algunos profesores de primaria, secundaria o de universidad con gran experiencia en sus respectivos campos de especialidad, personas con un doctorado (o dos), estudiantes que lo han sido ya de no-sé-cuántas licenciaturas o grados. Científicos, repartidores, escritores, electricistas, periodistas y comunicadores, políticos, guías turísticos, filólogos, restauradores (de arte y de comida)… Todos ellos, todas ellas, con unas experiencias y vivencias que enriquecen la manera de enfocar las asignaturas y, en el aspecto más egoísta, me enriquecen a mí. Me hacen aprender y mejorar. Son tan benevolentes que intentan disimular y no ponen en evidencia un síndrome del impostor que padezco y evidencio.
Las materias que yo hago como que enseño y en las que aprendo suelen tener unos seminarios optativos de carácter semanal en el que compartimos y explicamos cuestiones esenciales, ponemos ejemplos, resolvemos dudas. Aunque virtuales, son encuentros «cara a cara» en el que, con el tiempo, se van estableciendo lazos (más o menos) profundos.
Pero hablemos de Julia. Julia fue mi alumna hace unos años. Pertenecía a una promoción fantástica y muy implicada en los seminarios de los que acabo de hablar. Antes de conocerla por lo que decía, todos los asistentes tuvimos la ocasión de comprobar que tenía pájaros en la cabeza… literalmente. Bueno, quizás no eran pájaros, sino pájaro. No voy a decir que a mí me parecía un periquito por si Julia llega a leer esto. Seguro que no lo es y ella se enfada un poco debido a mi ignorancia ornitológica. El caso es que se crearon, desde el principio, secuencias hipnóticas en las que las palabras aleteaban al ritmo de ese pájaro precioso de colores intensos. Lo de los colores intensos no lo sé, quizás es una trampa de la memoria.
Las personas que tienen pájaros en la cabeza no pueden ser, obviamente, personas normales. Y esto lo digo con todo el respeto hacia las personas que no son normales. Simplemente, no son convencionales y, precisamente por esa razón, enfocan las cosas y la vida desde un ángulo distinto.
Me enteré con el tiempo que Julia tenía como oficio las palabras. También literalmente. Julia es escritora. También con el tiempo, fui comprobando la exigencia que tenía para escribir tal palabra, ese enunciado, aquel texto. No valían excusas ni sinónimos ni atajos. Así en Juan Ramón: «Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas».
Como la asignatura es de ámbito lingüístico y trata de usos, de contextos, de actos en los que se tienen intenciones, se comunica, se infiere y se presupone, la profesión de Julia se entrecruzó pronto (y creo que para siempre) con su oficio y su trabajo. No hay nada mejor —o nada peor— que una reflexión a mayores sobre lo que se hace y sobre lo que se ama. Y, de forma inevitable, Julia y yo empezamos a comunicarnos por correo para hablar de eso que nos apasiona.
Uno de los momentos apasionantes tuvo lugar cuando estaba leyendo un libro suyo. Tildaba a uno de los personajes de «bodoque». Y yo encontré la palabra precisa, que no recuerdo haber visto antes por escrito, empleada por mi padre decenas y decenas de veces. Le pregunté y supe que «bodoque» no era un azar, sino una elección, la única posible entre alternativas desterradas porque no servían al propósito. Eso es tener un oficio como dios manda y desempeñarlo de manera excelente.
Y, más adelante, fui descubriendo a través de sus palabras esa cabeza llena de pájaros, que no tiene nada que ver con la concepción que tenemos de persona idealista y no aterrizado. O quizás sí que tenga que ver, siempre que estar en tierra signifique estar pegado siempre a algo seguro y fijo sin atreverse a experimentar, a soñar, a ver desde más arriba, desde un lado y desde el otro. Porque Julia tiene las palabras como instrumento para contar historias (literalmente), para contar vidas sujetas a circunstancias injustas y difíciles (literalmente). A veces, para contar y retratar el lado más oscuro de nuestras existencias pasadas y presentes. Literalmente
Las palabras vuelan y los pájaros, a veces, tienen una cabeza para sembrar los sueños y las pesadillas con imágenes. No siempre es fácil, pero (a veces) es bello. Lo mismo que los azares del destino.
Esta entrada pertenece a la serie Historias de alumnos. Para salvaguardar las identidades, los nombres no son los reales y puede que se cambien algunas circunstancias contextuales, si ello es necesario para no revelar el secreto profesional. También es conveniente recordar que, como puede suponerse, las historias se cuentan aquí de una manera resumida y que, en la vida real, tuvieron muchos más matices. La imagen ha sido tomada de una página web de un profesional de la traducción.